20160705

EL SIMBOLISMO DEL ELEMENTO AGUA (PARTE I), por Sergio Trallero Moreno

¿Dónde está lo real-, en el cielo o en el fondo de
las aguas? En nuestros sueños, el infinito es tan profundo
en el firmamento como bajo las aguas.
El sueño le da al agua el sentido de
la patria más lejana, de una patria celeste.

Bachelard, G. El agua y los sueños. 

El Agua representa el elemento plástico de la naturaleza, permeable, fluido, magnético, reflector. Desde siempre se ha identificado con la psique en su amplio sentido, ese universo de vivencias interiores en el que se gesta sutilmente todo proceso de trasformación y de crecimiento necesarios para el despliegue de la vida misma. Para una mejor comprensión de ello es imprescindible una breve aproximación a cómo se ha considerado este elemento en sentido arquetípico y universal desde las tradiciones sagradas más importantes, en lo que sería el legado de una misma sabiduría perenne. Pues es el elemente generador de las imágenes por excelencia y nada mejor para su comprensión profunda que la visión milenaria de sus mitos.  
Lo que destaca de forma unánime es el símbolo universal de unas Aguas primordiales, un estado amorfo, indiferenciado, caos metafísico en la noche de los tiempos que precede a todo acto “cósmico”, creativo, ordenador y discriminativo. Es así que estas aguas serían la verdadera materia prima, esa sustancia original de la que emergen todas formas de vida en tanto fuente y origen. Ante todo representan la matriz de todas posibilidades de existencia, la totalidad indefinida que gesta en su seno todas las formas en estado sutil de latencia, a modo de receptáculo de todos posibles gérmenes y semillas.  
Por tanto nos encontramos con el sustrato metafísico que permite toda physis, toda naturaleza y manifestación, es decir, el Ser indiferenciado del que están hechos todos los seres diferenciados, una misma sustancia que todo lo envuelve y penetra, y de la que necesariamente todo brota y es gestado.Es curioso que el considerado padre de la filosofía occidental, Tales de Mileto, escoja al agua para referirse a ese principio esencial y constitutivo (arkhé) que subyace a la naturaleza misma, llegando a afirmar que todo está vivo y animado. Seguramente se inspiró en mitos que le precedían, pues ya en Homero se habla de un misterioso Océano original totalmente ilimitado y abierto (apeiron) como origen de todos los dioses. 

De hecho si nos remitimos a las mitologías más arcaicas que nos han llegado, observamos referencias similares respecto a este mar primitivo (1). En la antigua Mesopotamia a través Nammu, la gran diosa madre de los sumerios identificada con el abismo acuoso del origen, posteriormente también referida como Tiamat (lit. “madre de la vida”) en su aspecto más monstruoso. De ella se engendran el Cielo, la Tierra y los dioses y seres que poblarán ambos. Respecto a Egipto, muy similarmente era conocida como Nun, ese estado oscuro previo a toda existencia y por tanto incognoscible al no estar todavía delimitado formalmente. Las más antiguas cosmogonías menfitas parten de este substrato acuoso del que emerge una divinidad demiúrgica, Ptah-Atum, que a su vez generará la Enéada de dioses egipcios. 
De lo que se trata siempre, en todos mitos cosmogónicos, es de la afirmación sobre este oscuro océano precósmico de un Sí mismo o Principio divino primigéneo, posteriormente identificado como divinidad solar, propiamente creadora y central. O lo que es lo mismo, el necesario punto de anclaje en medio de la infinitud abierta a partir del cual se edificará todo el Cosmos (lit. “orden”) en sus diferentes regiones.
Los propios egipcios se refirieron a un gran Loto universal que se manifiesta radiantemente para ordenar toda esta materia prima indiferenciada. Principio también referido por tradiciones posteriores, aunque más intelectualizado, como Logos o Verbo original que modula vibratoriamente esta masa de vacío en toda una desbordante propagación ritmada. Por ello estas aguas serían las de la no existencia, las tinieblas detrás de toda luz, previas a todo acto de creación: el Tao sin nombre Wu Ki, el Brahma nirguna o el Ain Soph de las tradiciones china, hindú y cabalística respectivamente, vacuidad metafísica que contiene en su seno todo lo posible y todo lo real.  
De ahí las continuas referencias a un gran Árbol Cósmico que brota de las aguas originales, como símbolo del misterioso paso de lo no manifestado a lo manifestado, del caos al cosmos. Este centro universal, núcleo de todo núcleo, identificado también como “Corazón del mundo”, será el axis mundi que vertebra todos los universos mediante una pulsión o latido entre dos polos: yang-yin, sol-luna, cielo-tierra, noche-día, etc.  O lo que es lo mismo, la génesis de la vida, del principio vital en sí, presente en todo ser creado pero también en el mismo universo bajo la forma de Anima mundi o Alma del mundo, precisamente el objeto de estudio de la astrología bajo la acotación de Zodiacos (lit. “Rueda de la Vida”). 
Sin salirnos del simbolismo de las aguas, es interesante señalar que el hinduismo se refiere a este aspecto a través de un Huevo Cósmico, otro símbolo unánimemente presente por doquier, como forma prototípica del universo sobre las aguas, en estado latente, seminal y en repliegue. En su núcleo solar se alberga el Embrión de Oro (Hiranyagarbha), en tanto germen de la Luz cósmica, es decir, principio y origen de toda vida en su máxima síntesis y potencia.
Incluso en el relato bíblico de la creación se habla de que el Espíritu divino aletea antes de la creación sobre unas aguas primigéneas (maïm en hebreo), a las que separa en dos a través del firmamento: unas aguas superiores y otras inferiores, las primeras llamadas cielos (serían las de Acuario; precisamente Urano – “cielo” en griego- proviene de Varuna, divinidad hindú de las aguas) y las segundas mares. De hecho el mismo universo, en tanto conjunto de galaxias y nebulosas, puede considerarse como flotando en las aguas de un éter-plasma invisible, sin bordes e ilimitado. 
Al hilo del Árbol Cósmico, aparece el tema de las “bebidas sagradas”, del licor de inmortalidad que brota de su savia (la gnosis) y ayuda a recuperar el estado paradisíaco perdido u olvidado, en toda una búsqueda iniciática. Es del Paraíso precisamente que brotan ríos y fuentes celestiales desde su centro, donde se sitúa el Árbol de la Vida. Siempre se ha considerado un tipo de bebida de inmortalidad, de néctar o ambrosía, alimento de los dioses, como el soma hindú, el oro líquido de la alquimia, el vino dionisíaco o incluso el Santo Grial, otro símbolo de esta agua de resurrección. También dentro del chamanismo aparece el tema de la “sustancia divina” presente en la naturaleza, como la ayahuasca o cualquier medicina que transporte al estado prístino de dicho paraíso. 
Por tanto el agua puede considerarse como fuente de vida, fons vitae, es decir, elixir de vida que opera toda curación mágica, rejuvenece, regenera y otorga la inmortalidad, panacea universal de los alquimistas; pero también como poder purificador, ya que la reinmersión en dichas aguas originales rememora el contacto con nuestra matriz amniótica y disuelve todo lo residual. Es así que apreciamos su uso y función ritual, que recrea a nivel humano el proceso mismo de la cosmogonía pero en sentido inverso, en reversión. Lo vemos muy claro en los ejemplos de la abluciones en el Islam, que recoge a su vez prácticas muy arcaicas y extendidas, el baño sagrado en el Ganges, o el agua bendita y bautismal en el cristianismo. 
En relación a estas últimas es interesante constatar la vinculación de San Juan el Bautista con el solsticio de verano boreal, correspondiente al signo lunar Cáncer, que tiene que ver precisamente con el nacimiento a partir de las aguas de lo maternal. Aún así el bautismo de agua de Juan precede al “bautismo de fuego” del Espíritu, que otorgará Cristo y que sacia toda sed en la vida eterna. De lo que se trata es del poder purificador que redime y borra todas las faltas y pecados, dando muerte al “hombre viejo” para que se abra el “hombre nuevo”, como dice el evangelio. 
Por lo tanto se pueden establecer dos funciones esenciales para el papel ritual con el agua: la Inmersión, iniciación o muerte simbólica a través de la disolución de las condiciones presentes; y la Emersión, la salida de las aguas, el volver a nacer, cuando emerge una nueva forma vital. Pero esta dinámica no sólo es individual sino también cósmica, como muestran los mitos del Diluvio universal, presentes en todas tradiciones sin excepción, en tanto clausura de un viejo ciclo ya corrupto para dar paso a uno totalmente renovado, tal y como ocurrió por ejemplo con la mítica Atlántida, gobernada por Poseidón según Platón, y engullida finalmente por las aguas.  
Y es que la Lluvia es otro importante símbolo del agua, considerada siempre como un influjo celeste en el que desciende la Gracia divina, por su poder fertilizante y vivificante. En este sentido espiritual la lluvia sería sinónimo de bendición, del agua de la Sabiduría que se derrama en los corazones sedientos como un bálsamo pacificador. 
Pero no hay que olvidar tampoco la estrecha vinculación del agua con lo “femenino sagrado” en los arcaicos cultos a la gran madre, la mujer en sí, la noche o lo lunar mismo, siempre en referencia a la fuerza receptiva y pasiva de la existencia, el Yin del taoísmo, pero con el máximo potencial creador y alumbrador de vida en su seno. Toda esta vibración original de esencia femenina no sería más que un agua radiante, que se desborda a sí misma en toda su potencia (la Shakti universal) hasta engendrar como gran matriz (Maya) la multiplicidad de formas de vida.  
Este aspecto femenino es idéntico al Alma, al principio anímico que sustenta todo ser, activo respecto al cuerpo en tanto que lo dinamiza y moviliza a través de sus corrientes y fluidos, pero pasivo respecto al Espíritu que la trasciende y fecunda con la semilla de la chispa vital. De hecho el símbolo tradicional, alquímico, para el agua es el triángulo invertido, opuesto al triángulo del fuego. Se trata de la polaridad básica de la naturaleza entre lo masculino-ígneo (caliente y seco) y lo femenino-acuoso (frío y húmedo), de los opuestos complementarios que en su unión confluyen en el Sello de Salomón, emblema talismánico por excelencia y símbolo de perfección: 


Esta grafía para el elemento agua no sólo sugiere la de una copa, recipiente abierto hacia lo alto para ser llenado por un influjo superior, sino también la de la misma matriz femenina por la que se entra a la vida, además de una caverna, la cueva iniciática que guarda los secretos de la existencia, que no es otra que el propio corazón, otra posible representación del triángulo invertido. Como se ve, todo ello símbolos del Alma, la sustancia líquida que nos envuelve y de la que estamos hechos para poder desarrollarnos en el flujo vital. 
También hay que resaltar que, como se aprecia entre los dos triángulos, el poder reflector del agua lo que hace es invertir el principio espiritual lumínico, símbolo del fuego divino. Es decir, que el Alma está encargada de dar forma e imagen a la voluntad del Espíritu, que por sí mismo quedaría a un nivel etérico, pero lo hace generando un reflejo simétrico que produce el mundo de los fenómenos y apariencias, similar a las sombras del mito de la caverna de Platón. Esto también puede considerarse arquetípicamente entre el Sol, fuente de luz y calor, y la Luna, espejo y pantalla de dichos atributos para una mejor absorción; el alma (lunar, acuosa) es la mediadora encargada de filtrar la radiación del Espíritu (solar, ígneo) sin que nos abrase, de acogerla en su seno y regularla cíclicamente para que emerja la vida en cada siembra espiritual. 
De ahí que esta ondulación refleja de la superficie de las aguas, fluctuante e inconsistente por tanto, no esté exenta de peligros, si se confunde ilusoriamente la imagen, el reflejo, con la verdadera fuente de proyección. Este es precisamente el aspecto que siempre se le ha asociado como elemento tanto de inspiración, evocación y ensueño como de fascinación, magnetismo, atracción, sugestión y espejismos varios. Las divinidades de las aguas siempre se han movido en una sutil ambigüedad de la que cabe no bajar la guardia, como las Ninfas de la mitología griega, vinculadas a la fertilidad y educadoras de los héroes solares junto con los centauros, pero no exentas de magias que pueden obnubilar. En un mismo sentido también los “cantos de sirenas” intentan desviar y tentar a Ulises en su travesía iniciática, forzándole a amarrarse al mástil, a un eje vertical que actúe de centro inmóvil, reminiscencia del Principio original. De hecho la Serpiente ha sido desde antaño otro símbolo lunar-acuoso por excelencia, asociado también a ritos de fertilidad, pero sobre todo a la temporalidad cíclica y el devenir, en su sinuoso despliegue dinámico de las fuerzas duales de la manifestación. Y de ahí su significado ambivalente y complejo, como en la caída del judeocristianismo y pérdida del paraíso por el deseo de “conocer” los frutos del bien y del mal, es decir del karma de entrar en lo temporal y perder así la no-dualidad atemporal del Árbol de la Vida originario.  
¿Y qué otra imagen más precisa de esta corriente serpentina del devenir temporal que la del Río y el cauce de sus aguas? No hay mejor símil para la escurridiza existencia humana y su flujo inaprensible, que no es otro que el discurrir mismo de la vida. Como ya apuntó Heráclito y tantas veces recordado: “todo fluye (panta rei)”, y “es imposible bañarse dos veces en un mismo río”.  
Esta travesía del río sería el mismo samsara, es decir, el encadenamiento de la existencia individual en todo su dinamismo de corrientes y circunstancias varias, hasta finalmente desembocar en un mismo Océano universal, el nirvana. El vínculo entre los seres limitados que somos y la realidad ilimitada que nos trasciende, desde siempre se ha simbolizado con la expresión de la gota de rocío y el océano, o sus olas en la superficie. Aparece por doquier, en el budismo, hinduismo, taoísmo, sufismo, misticismo cristiano, etc. y muestra que cuando el ego, que se cree falsamente separado, se sumerge en el abismo de infinitud, descubre que no pierde nada ni sufre alteración alguna, pues es siempre una misma esencia eterna y fluida la que le da realidad, tanto en forma de gota como de océano. 
Siguiendo con la elocuente metáfora del río, vemos que también el propio Platón recurre a él en sus mitos, llamándole Letheo (olvido), para ilustrar que las almas justo antes de encarnar beben en sus aguas cayendo en el olvido según la sed que saciaron en ese momento. El fin por tanto de la filosofía será el desvelamiento de dicho olvido (a-letheia) que nos permita recordar nuestra verdadera esencia supratemporal, cuando el alma convivía en las esferas celestiales. 
Pero el tema de trasfondo respecto a esta corriente existencial es el del “paso de las aguas”, es decir, la superación a través de la progresión espiritual de los condicionamientos temporales y mentales (pues el tiempo transcurre en un flujo mental al fin y al cabo, lo que serían las “aguas mercuriales” de las que habla la alquimia, y que pesan más que el propio plomo, la corporalidad). En este sentido podemos establecer tres posibilidades de trascender este río de la existencia fenoménica, o similarmente tres modos de concebir los procesos internos de encauzar las aguas de la psique (2): 
  1. Remontar el curso del río hasta la Fuente.  Lo que supone revertir la corriente hacia atrás, hacia el origen. Se trataría del Río celeste como fuente vertical de procedencia, y nuestro regreso a la cuna, a la matriz y manantial original. 
  2. Cruzar las aguas de orilla a orilla. Se trata de la iniciación y los ritos de pasaje, el paso del “puente estrecho” con todos sus peligros y pruebas. Atravesar la fuerte corriente de las formas implica un gran ímpetu de Espíritu, que trascienda finalmente este río de la muerte hacia la Inmortalidad. 
  3. Seguir la corriente hasta desembocar en el Mar. No es más que dejarse fluir hasta que por propia inercia se alcance la meta y destino final, aunque no sea tan directo como el anterior. Lo que habrá que evitar es salirse del curso natural y no arrastrar adherencias contaminantes en el transcurso. 
Como se intuye podemos observar, en términos astrológicos, una prefiguración de los tres signos de agua, respectivamente Cáncer, Escorpio y Piscis. Y sobre todo la importancia del simbolismo sagrado de la navegación, pues es necesario navegar de algún modo este continente inmenso de la psique en todo el periplo iniciático que supone el camino del autoconocimiento, sin caer en los laberintos mentales que continuamente extravían. Los diversos contenidos vivenciales del alma pueden ser monstruosos o fascinantes, y de lo que se trata entonces es de esquivar unos y pescar otros sin perder de vista que son siempre reflejos acuosos de una misma Luz superior. Las aguas agitadas y enturbiadas generan apariencias monstruosas pero si están en calma y quietud, su misma naturaleza translúcida permite vislumbrar un abanico de reflejos lumínicos de indescriptible belleza. 
Por todo ello el mar siempre ha sido un símbolo de lo no consciente, del polo no racional, oscuro y nocturno de la realidad. De lo que resulta que la vigilia del mundo de los objetos externos sólo sería una isla en medio de la inmensidad de este inabarcable mundo interior, puramente subjetivo. No es raro entonces que un tercio de la vida lo pasemos en estado de sueño, cuando no más si contamos ensueños, fantasías, imaginación, y emociones de todo tipo que impregnan incesantemente la vigilia diurna. Es así que todo está empapado sutilmente de esta sustancia acuosa, invisible pero omnipenetrante: es nuestra atmósfera envolvente, nuestro medio natural, tanto externo-cósmico como interno-psíquico, ya que se da una continuidad no dual de un mismo flujo existencial. 
Por lo tanto y recapitulando hemos visto que una primera consideración sobre el Agua en su dimensión más trascendente la identifica con lo Absoluto inmanifestado e indiferenciado, en tanto sustrato primordial, pura potencialidad y receptáculo matricial de toda forma embrionaria de vida. Y como consecuencia su función sagrada y ritual por todos los pueblos, sobre todo en tres grandes aspectos: fuente de vida, elemento de regeneración y medio de purificación; en perfecta correlación también con las tres aguas que considera la astrología: formativas en Cáncer (gestadoras del principio anímico, de la incipiente alma y facultad sintiente del nuevo ser), corrosivas en Escorpio (en su transformación alquímica de lo tóxico y venenoso en medicina, de lo inferior-instintivo en superior-intuitivo), y bautismales en Piscis (purificadoras, redentoras y expiatorias de toda falta mediante el ritual de sacrifico, en sentido literal de sacralizar).


NOTAS:

1- Ver los trabajos al respecto de Mircea Eliade (Sol y Luna en Piscis), por ejemplo Tratado de Hª de las Religiones I, cap. 5 “Las aguas y el simbolismo acuático”. Ed. Cristiandad, Madrid: 1974. 
2- Para desarrollos de lo expuesto hasta ahora, ver Guénon R., (Sol Escorpio y Luna en Cáncer) Símbolos fundamentales de la Ciencia Sagrada, especialmente cap  56 “El paso de las aguas”. Ed. Paidós, Barcelona: 1995. 

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